San Antonio Abad

lunes, 26 de octubre de 2009

Las Fiestas de San Antonio Abad como ritual igualitario: una aproximación antropológica.



Una de las más sugerentes y fértiles vías para profundizar en la identidad cultural andaluza es el estudio de las fiestas. Estas son ocasiones especialmente propicias tanto para la observación de comportamientos, expresiones, ritos y otros elementos culturales como la aproximación a las características de la estructura social de cada pueblo o ciudad de Andalucía.

Las fiestas definen y delimitan unidades sociales que a través de ellas se auto perciben y reafirman como tales, y suponen, sobre todo, expresiones simbólicas de la vida social: en ellas se traducen directamente, unas veces, o se niegan simbólicamente, otras, las realidades económicas, sociales, políticas e ideológicas del grupo o grupos que las celebran. Y, a la vez sólo inscritas en el contexto sociocultural en que se producen -en nuestro caso el de la sociedad y la cultura andaluzas- es posible entender sus diversos significados más allá de lo simplemente observable. 

Para quienes están completamente inmersos en una fiesta determinada, para quienes la vivan a tope, ésta supone, básicamente, un conjunto de situaciones emocionales, un alto en la cotidianidad, una ocasión para subrayar y reforzar los lazos sociales familiares, de amistad y vecindad. Cada actor social tenderá a poner de manifiesto una de las vertientes de la fiesta: la vertiente económica, religiosa, lúdica, nostálgica u otra. Ello dependerá de factores concretos que afectan a cada persona y que modelan en ella una actitud y mentalidad determinadas. Pero si queremos captar los múltiples y profundos significados de cada fenómeno festivo tendremos que trascender el plano de la subjetividad de los implicados en ella y, sin que ello signifique en modo alguno dejar de dar a éste su debida importancia, introducirnos en niveles más complejos, no directamente captables por la mera observación de los hechos y actitudes. Habremos de adentrarnos en el núcleo mismo de la estructura simbólica.
En este sentido, pocas fiestas con tanta riqueza de significaciones simbólicas como la de San Antonio Abad en Trigueros. 

Si siguiéramos un criterio puramente formal, tendríamos que englobarla dentro del modelo de “fiestas de invierno” que con tanta erudición analizara hace años Julio Caro Baroja. Pero una aproximación de este tipo nos explicaría solamente una parte, y no precisamente la más significativa, de la celebración: la bendición de animales.
Si atendiéramos a las características religioso-míticas de la figura histórica del santo patrón que constituye el símbolo iconográfico central de la fiesta, no tendríamos tampoco explicaba una de las características fundamentales de esta: las tiradas. Porque, si bien es cierto, como se señala repetidamente en los sermones y panegíricos de la Novena al santo, que este “repartió sus bienes entre los pobres” y que, en recuerdo y seguimiento de su ejemplo, las promesas y mandas de los devotos consisten en repartir pan -y ahora también otros más suculentos y hasta espectaculares artículos de consumo-, ni esto sucede en todos los lugares, que son muchos, donde se tiene por patrón al mismo dadivoso abad, ni tales repartos públicos desde los balcones son algo excesivo de unas pocas fiestas de San Antonio. En sorbas (Almería), para no ir más lejos, se tiran también muchos kilos de roscas de pan en las dos procesiones de San Roque y San Roquillo, el 16 y 17 de cada Agosto.
Y, sin embargo, sigue siendo cierto que muy pocas fiestas como la de Trigueros poseen tan alto interés y -me atrevería a firmar- son tan significativas de la cultura andaluza. En ella se dan fuertes contrastes simbólicos, funciones contradictorias, tesis, antítesis y síntesis.
La primera función de la fiesta es la de integración social, la de reafirmación del espíritu comunitario por encima de las evidentes diferencias y desigualdades sociales. San Antonio Abad encarna y simboliza al conjunto del pueblo: todos los triguereños se identifican a su través. Y, más aún, la figura del Abad, el pueblo de Trigueros y la totalidad de los triguereños son expresiones ideales de una misma realidad no separable. Por eso, los tres ¡vivas! rituales equivalen a un único ¡viva nosotros!, un nosotros en el que se borran simbólicamente las diferencias y desigualdades económicas, sociales y políticas. 

Claro que esto es cierto en la procesión popular y no en la procesión “de Tercia” u oficial. En esta se expresa, por el contrario, la jerarquización y segmentación sociales. El símbolo del pueblo – San Antonio- es presidido por las autoridades civiles -eclesiásticas- el cura – y militares – guardia civil-. En la comitiva, las diversas asociaciones religiosas y otras representaciones. El símbolo igualitario es ocasión, e instrumento, de reafirmación y legitimación de los poderes locales, institucionales, que garantizan el orden social y moral cotidiano, que perpetúan las desigualdades. 

Pero la procesión oficial es corta, transcurre, no podía ser de otra manera, por el centro no sólo geográfico sino social y simbólico del pueblo, y acaba con la función solemne en la iglesia: expresión del carácter explícitamente religioso del símbolo de Trigueros e intento imposible de reafirmar su exclusiva pertenencia a la Iglesia Católica. Intento baldío porque, sin que ello se cuestione razonadamente, es bien evidente que San Antonio Abad, por representar y encarnar a todos los triguereños, creyentes o no, pertenece al pueblo y no sólo a una parte de éste y mucho menos a un poder externo a la propia comunidad (aunque dicho poder se halle tan secularmente actuante en el interior de ésta). 

Que esto es así lo refleja claramente la procesión popular: el acto ritual mismo de la “entrega”; la carencia de comitiva organizada y presidencias de autoridad: la parada ante cada casa, incluida la casa de los muertos, en un ritual que deja bien patente el sentido de continuidad y totalidad comunitaria; o el grito de cada vecino al recibir al santo. Como también lo reflejan el hecho de no existir un grupo específico organizado como cofradía religiosa para preparar las fiestas, sino que estas sean organizadas por el Ayuntamiento y una Comisión que no es permanente; o la realidad de que la imagen no fuera destruida en los sucesos de comienzos de la guerra civil, contrariamente a los símbolos con contenido exclusivamente religioso. Y es que, sin dejar de ser esto para una parte de los triguereños, es un símbolo suprarreligioso, comunitario, para la totalidad de ellos. 

El contraste de funciones y significados no acaba aquí: precisamente en la procesión popular, con toda su carga igualitaria y participativa, es donde se ponía tradicionalmente de manifiesto, y aún hoy en buena parte, el poder económico-social del estrato alto e incluso la competitividad entre los componentes de éste. Es claro que sólo podían distribuir muchos kilos de pan quienes estaban en condiciones de adquirirlo, y sólo podían hacerlos llover sobre las cabezas de la gente quienes tenían planta alta en la vivienda, que por supuesto no eran todos los vecinos. Las “tiradas”, aunque ello no tenga que ser necesariamente la intención consciente de quienes las realizan, señalan claramente una división simbólica que se aproxima a la división social real: la existente entre protagonistas y espectadores, entre quienes pueden repartir y quienes tienen que levantar las manos e incluso disputar para conseguir la dávida. Claro que hoy la participación popular y la evolución de los tiempos han impregnado a este ritual de vertientes lúdicas. Ya no es la necesidad sino el deseo de participación, incluso el acicate, casi deportivo, de conseguir más “trofeos”, más y/o más valiosos artículos en las tiradas, sobre todo por parte de las pandillas de jóvenes, que se han convertido en protagonistas casi al mismo nivel, físico y simbólico, que los propios tiradores. Y son también cada año más numerosos los casos en que varias familias unen sus economías, generalmente modestas, para organizar tiradas en los barrios populares del pueblo, con lo que la exclusiva de protagonismo del estrato alto ya no es una realidad. Y más aún a partir de la proliferación de tiradas desde colegios públicos, o de todos los niños y ancianos que lo deseen desde los balcones del Ayuntamiento. 

Y existe todavía un elemento más en la fiesta, importantísimo, que supone no ya una negación simbólica de las desigualdades sociales sino incluso una inversión, también simbólica desde luego, de los propios protagonismos y del conjunto del orden social. Me refiero al ritual de la “escapá”, un verdadero ritual de rebelión; en el sentido antropológico del concepto. Durante las horas en que el santo está en poder de los mozos, todo lo periférico se convierte en central, todo lo que cotidianamente es subalterno se convierte en dominante. Los jóvenes trabajadores, los barrios alejados del centro del pueblo, son los únicos protagonistas, y el santo, durante ese tiempo, no es ya el símbolo de todo el pueblo sino de los sectores y grupos sociales dominados. Este ritual de apropiación -que históricamente se ha reflejado también en la concesión del carné número uno de socio a Antonio Abad por parte del Círculo Progresista, en 1932, y por el sindicato de obreros local -convierte al santo en la encarnación de un nosotros representado por las clases subordinadas, lo cual equilibra el protagonismo del nosotros compuesto por los poderes institucionales en la procesión de Tercia y la función religiosa. Con esta inversión del nosotros vuelve a restaurarse el carácter comunitario global del símbolo, a la vez que se prolonga ese tiempo ideal igualitario que sólo es posible mientras el patrón esté en la calle, fuera de los recintos sagrados y del control institucional. 






La propia inversión estructural de la apropiación y el protagonismo -la antítesis- concluye en la síntesis, imposible en la realidad social pero posible en la realidad simbólica, de la apoteosis final cuando los escapados, el alcalde y cuantos quieran integrarse, regresan juntos con el santo, al son de alegres músicas, en su mayoría religiosas, entre bailes por sevillanas y ¡vivas!, para dejar finalmente a Antonio en su ermita.
Con lo que concluirá el tiempo mágico, ritual, de la igualdad, hasta que se reinicie de nuevo, el siguiente Enero, cuando los jóvenes agolpados ante la reja del santo reivindiquen una vez más el protagonismo, reafirmando que el símbolo del pueblo pertenece a todo el pueblo y no a una parte: apropiación colectiva del santo que señala el sentido inequívoco de las aspiraciones populares de igualitarismo.

1 comentarios:

  • Me encanta este artículo, muy bien resumido desde una perspectiva tanto objetiva como más profunda, más subjetiva, más lo que un triguereño siente...yo lo vivo así.

  • Publicar un comentario